Parece que hace falta salir de vez en cuando a respirar el aire de las amapolas y los almendros, resplandecientes entre montañas de hojarasca. A veces es necesario volar por la carretera y agotar las piernas sorteando guijarros y baldosas azules para llegar a la pupila de un búho apostado en una chimenea, o a sujetar las alas moteadas de una frágil mariposa.
Saltar, gritar, resbalarse, preguntar, fotografiar y cantar.
Y luego llegar a casa y darse cuenta de que absolutamente nada de tu mundo ha variado. Que los libros, la ropa y las lágrimas siguen desperdigadas por la habitación, allá donde las dejaste. Que no basta únicamente con poder tocar el cielo unos momentos si no has llevado paracaídas contigo. Y que a cada minuto, el reloj de arena cambia de posición: el eterno retorno.
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