viernes, 9 de diciembre de 2011

una vez en diciembre.

Si me dieran un céntimo cada vez que me aconsejan alejarme de ti, ahora mismo sería millonaria; y no estaría escribiéndote desde mi ordenador de mesa -ese cacharro con más años que mi abuela, infestado de troyanos y con el Office 2000-, es más, no estaría ni en mi propia habitación. Ojalá hiciera caso de aquéllos que cada día me miran con resignación cuando me ven por la mañana y aciertan en decir, en pensar, que he vuelto a soñar contigo. Pero seamos realistas, tengo motivos para hacerlo.
Desde el otro lado del espejo, no se puede contemplar ni sentir lo que vive dentro de mí en este momento. Es como si tuviera dos ardillas correteando revoltosas por mi pecho, calentándome la sangre y la cabeza cada día que pasa y no te veo. Si me hubiera parado a pensarlo un momento, con calma, con seso y racionalidad, no sería yo, y ahora mismo no estaría escribiendo esto. De modo que -como dice una buena amiga-: ¡viva yo!
Porque, verdaderamente, no tengo que rendir cuentas con el reloj de arena. Puede que me esté equivocando, y puede que mis alas se quemen y nunca vuelvan a batirse acariciándote las pestañas; pero puede que no me importe pasarme las noches corriendo detrás de ti en medio de una vorágine de burbujas, aunque luego amanezca con dos lágrimas cristalizadas en las mejillas.
Maldita dulzura la tuya.

No hay comentarios:

Publicar un comentario